domingo, 13 de diciembre de 2009

Japón, después

Publicado en el suplemento Hoja por Hoja en agosto de 2005. He mantenido el texto casi tal cual, y en los nombres japoneses he añadido el macrón para señalar las vocales dobles o alargadas, procedimiento habitual en el sistema de romanización Hepburn, que es el que utilizo, y que no había incluido en el original. Al respecto –y motivo también de la rectificación- quiero hacer notar que, tal como fue editado por el suplemento, ha sido habitual en español escribir el apellido de Kenzaburō Ōe, con acento en la e (Oé), lo cual no significa nada con respecto a la pronunciación de esa vocal ni con respecto al uso del acento como marca tipográfica en la transliteración del japonés. Por otra parte, y en relación con lo que comentaba en mi post anterior, el título de la novela de Murakami fue editado como Crónica del pájaro que le da cuerda al mundo.

Japón, después

La conocida advertencia de Donald Keene -con respecto a la publicación en inglés de El sol poniente, de Osamu Dazai- de que la crítica estadounidense se había abstenido de expresar sobre la novela “el tono condescendiente que suele adoptarse al enjuiciar una cultura no occidental” y de que “por primera vez nadie pensó en utilizar despectivamente el adjetivo de ‘exquisito’ al hablar de una obra típicamente japonesa”, implica, todavía ahora, no únicamente una avanzada del antiorientalismo que casi veinte años después argumentaría Edward Said, sino la necesidad de contextualizar la cultura y la sociedad japonesas dentro de las dramáticas condiciones de posguerra. Advertencia antes que afirmación, porque -tanto a sesenta años del bombardeo atómico como a setenta y cinco de la invasión japonesa a Manchuria- las secuelas de Hiroshima y Nagasaki, de la devastación de Tokio (y los ataques a otras ciudades) por la fuerza aérea estadounidense o de las masacres cometidas por las propias tropas japonesas en Nanjing continúan -salvo para el reducido ámbito académico especializado- sin ser articuladas en todas sus implicaciones culturales. La cultura del Japón de posguerra -y en última instancia, del Japón moderno- sigue siendo colegida menos en su especificidad y más como una circunstancia histórica atenida al contacto con occidente: los esfuerzos de la antropología y la sociología, a partir de la ocupación norteamericana, por decantar la “esencia” de la sociedad japonesa, o la sublimación, por parte del mundo artístico, de la filosofía del budismo zen y de sus prácticas estéticas, conformaron algunos de los -todavía hoy asumidos- estereotipos de idiosincrasia o imaginarios de tradición que en poco consideraban el panorama cultural contemporáneo.
No es de extrañar, por tanto, que la literatura sobre la bomba atómica y sus secuelas, la discriminación de las víctimas dentro de la misma sociedad japonesa, las atrocidades de la guerra y las duras condiciones de posguerra, haya sido, en su época, prácticamente postergada por una crítica occidental cuya apreciación de la literatura moderna se escoraba, contradictoriamente, hacia lo que se pretendía leer como ideales estéticos “tradicionales” -esa retórica del autorreconocimiento occidental ante culturas no occidentales, sugerida por Keene- y cuyos paradigmas fueron, ante todo, Jun’ichiro Tanizaki, Kawabata Yasunari y, posteriormente, Yukio Mishima. Tal vez el suicidio de Mishima en 1970 devino clímax de este contraste: el “espíritu japonés” de su arenga nacionalista ante las fuerzas de autodefensa mostraba el reverso de la compleja recomposición de la identidad nacional que autores como Osamu Dazai o Kenzaburō Ōe (traducidos, pero no conocidos) asumían desde la crítica acérrima a los pretendidos valores tradicionales y desde las inmediatas consecuencias de la guerra. Sin puntualizar la censura inicial del gobierno de ocupación estadounidense contra todo tipo de publicidad acerca de lo sucedido -al menos en Estados Unidos la realidad de Hiroshima y Nagasaki fue develada a través de la notoria reconstrucción de la tragedia que, asumiendo el punto de vista de las víctimas, John Hersey publicara un año después en The New Yorker- es sintomático, tal como constantemente ha sostenido el crítico Richard Minear, el detallado conocimiento de la literatura sobre el holocausto judío y la casi total ignorancia de la capital obra de Tamiki Hara, Yōko Ōta, Sankichi Tōge, Sadako Kurihara o Shinoe Shōda, todos testigos o víctimas directas de Hiroshima y Nagasaki. El reciente fallecimiento de Sadako Kurihara -en marzo del presente año- volvió a poner sobre la mesa la escasa repercusión fuera de Japón de estos autores, muchas de cuyas obras resultaron objeto de la censura gubernamental por su denuncia de los crímenes del ejército japonés en Asia y de la propia existencia del sistema imperial.
A partir de los cincuenta y durante los sesenta, escritores de diferentes generaciones (Ibuse Masuji, Kōbō Abe o Kenzaburō Ōe) radicalizaron la articulación de las consecuencias de la tragedia y la discriminación cotidiana de las víctimas de la radiación con la crítica a la política gubernamental y a la marginación sufrida por las minorías o por quienes, a causa de deformidades físicas o de posturas morales, evadían los rígidos (y supuestamente asépticos) estándares de homogeneidad de la sociedad japonesa. Tal vez el caso más connotado, por sus implicaciones literarias inmediatas, haya sido el de Kenzaburo Ōe. Ōe, activista en contra del tratado de seguridad Japón-Estados Unidos y quien a comienzos de los sesenta documentaba el sufrimiento de los sobrevivientes de la bomba atómica, tuvo que enfrentarse al hecho de que su primogénito naciera con una deformidad craneal. A partir de ese momento su narrativa -a través de la cual también, al igual que autores como Shōhei Ōoka, había incursionado en el tema de la guerra- acentuó la disección de la podredumbre social con lo que tiempo atrás se había propuesto como objetivo: demostrar que el sexo y la política, indicadores habituales para caracterizar a la generación de escritores de posguerra, no estaban aún agotados en la literatura japonesa. Más que el casi general desconocimiento de Ōe antes de su premio Nobel, la dificultad para leerlo dejando de lado su compromiso político o incluso de entender los contextos en ese sentido fue lo que vino a demostrar no sólo la elisión que la mayor parte de la crítica occidental había hecho de toda una generación, sino que muchos de los estereotipos aún seguían vigentes.
Estas arduas condiciones de posguerra, que en un primer momento sirvieron de base para develar las fisuras del sistema social japonés y proponer -muy especialmente a finales de los cuarenta con la narrativa de Osamu Dazai- la alienación como alternativa de identidad, pronto darían paso a la literatura sobre los conflictos de la juventud de la posguerra. Muy en contraste con la dureza de los textos de Ōe sobre el tema, y en un tono mucho más autobiográfico, la publicación, en 1955, de La estación del sol, de Shintarō Ishihara -actual gobernador de Tokio- devino fenómeno sin precedentes no únicamente por describir abiertamente la violencia sin sentido, el dejarse llevar por las circunstancias y la búsqueda de sexo que caracterizaban a parte de una generación que comenzaba a ser aletargada por las nuevas formas de consumo, sino por compulsar la identificación de toda una generación como la “tribu del sol” (en alusión al título de la novela), identificación ampliamente sostenida por los medios de comunicación y por la industria fílmica -que llevó a la pantalla ésta y otras novelas de Ishihara- y que tuvo héroes tanto en el propio autor como en su hermano, el todavía idolatrado actor Yūjirō.
Aunque las diferentes implicaciones de cada una de estas líneas temáticas (sin duda convergentes) continúan siendo develadas parcial o totalmente dentro de la literatura (la excitación ante la narración de una masacre en una aldea china en Escándalo, de Shūsaku Endō, el rechazo a los propagandistas del fascismo en Un artista del mundo flotante, de Kazuo Ishiguro o las condiciones de los prisioneros japoneses en los campos de concentración rusos en Crónica del pájaro que le da cuerda al mundo, de Haruki Murakami), es evidente que la memoria contemporánea sobre los bombardeos nucleares y la segunda guerra mundial está relacionada con los relatos, el cine, el manga y los dibujos animados de ciencia ficción: referencias a experimentos nucleares, a destrucción de ciudades, o del planeta, que si bien han cimentado dentro de la cultura japonesa una dimensión histórica precisa, en no pocas ocasiones -y a diferencia de las posturas ideológicas que alentaron a buena parte de los escritores antes mencionados- también han sido manipuladas para exorcizar, a través del persistente triunfalismo del “espíritu japonés”, el anquilosado “trauma de la derrota”.

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